Pues bien, yendo por la senda que tantas veces he bajado en bicicleta, por el sendero que tiene el mal nombre de Pitufos, en medio de la sierra de Collserola, me encontré, justo antes de un repecho duro, un camino que prometía nuevos goces y que se adentraba en el bosque a la izquierda.
Avancé cien metros y el sendero, uno de esos caminos que utilizan los cazadores y buscadores de setas, parecía continuar. Pero ¡mi gozo en un pozo! tras esos primeros cien metros, un bosque de árboles caídos tapaba el paso al camino principal.
Era el primero de enero de 2016 y eso habría sido capaz de desanimar a cualquiera. De hecho, lo más prudente habría sido dar media vuelta y continuar por el sendero de siempre.
Habría sido lo sensato, pero eso era sin contar con ¡EL PODER DE LA FACA!
Fueron dos horas en solitario antes de que me diera cuenta que se me hacían las tantas y que tenía que volver chuscado a casa porque tenía comida familiar. Pero, tras adentrarme en el bosque cortando ramas para abrir un camino, tuve que dar mil vueltas antes de poder encontrar de nuevo la bici y de pasar, reptando por una pared, bajando al río, trepando y cortando unas zarzas para poder llegar al camino principal.
Lo tenía claro: ya solo quedaban cuatro troncos inmensos en el camino y un tramo final de 100 metros en los que había que hacer un trabajo fenomenal de limpieza.
Al día siguiente nos juntamos cuatro Senglars: Julio, Antonio, Jesús y yo mismo. Y, vistas mis ganas de enseñarles el nuevo camino, aceptaron seguirme y disfrutarlo juntos.
-Si no vamos a verlo, te va a dar algo- comentó Jesús.
-Venga, va. No haremos bici, pero lo más importante es la compañía- lanzó Julio, resignado.
-Yo llevo también mi faca (entre otros veinte kilos de material en mi mochila)- replicó, goloso, Antonio.
Para hacerlo menos llevadero, Antonio propuso subir la trialera imposible subidos en la bici. Julio no se lo acababa de creer, pensando que era una broma, pero, vista la determinación del grupo, comenzamos todos a subir montados en la bici desde el coll de la Torrefera, subiendo sobre nuestras monturas o empujando hacia arriba en los tramos más duros.
Al final, tras un pequeño descenso (ese tramo que tantas veces habíamos subido o al menos intendado subir), apareció el camino que descendía a nuestra derecha (o bien a la izquierda si uno viene de la bajada principal).
Es un sendero estrecho, juguetón, con alguna curva cerrada y sin mucha dificultad.
Pero pronto apareció un tronco, otro más y otro de aún mayor tamaño.
Todo fueron bromas durante el trabajo de jardinería:
-Que te doy por detrás.
-Yo le doy con todo por delante.
-Ahora le hacemos el serrucho al árbol este hasta que goce...
Un árbol y luego otro cayeron. Una hora de trabajo y el camino quedó completamente abierto.
Solo quedaba el tramo final: un laberinto de árboles caídos y de árboles de buen tamaño crecidos al abandono en medio del camino. Nos costó: fueron un par de horas más hasta dejar el camino despejado, pero nadie se desanimó ni hubo una mala cara.
Ahora ninguno los recordará al pasar, ahora solo habrá risas, retos y bajadas gozosas entre los árboles.
Y ¿sabéis qué? El sendero de los Senglars jardineros, que acabamos bautizando "Dos mil sexe" para que Antonio se callara, nos espera a todos.
¡Disfrutadlo y, si puede ser, llevaos una sierra para acabar de pulir esa última curva o una pala para hacer unos escalones para trepar desde la riera! ¡Un camino nuevo os espera!
Antonio dice que sí, que no tiene nada, pero que parece muy pendiente.