domingo, 12 de diciembre de 2010

Geografía de la felicidad

Hay en la vida algunos días que se visten de gris plomizo en los que a duras penas nos atrevemos a levantar la vista del suelo.

Hay días en que se rumian frustraciones y nostalgias sin entender por qué. Hay días aciagos en los que la vida parece no levantar el vuelo.

Hay incluso ¡ay dolor! días en los que toca trabajar, por alguna triste razón que se nos escapa, y en los que solo nos queda la tristeza de mirar desde dentro de la oficina cómo el sol ilumina la montaña. Durante un momento (demasiado corto, por desgracia) te evades de tu realidad, para disfrutar de la ensoñación pasajera de esos caminos y esos horizontes en los que habita la verdadera vida.

Pero, por fortuna, hay momentos que alimentan la ilusión y que inscriben tal o cual lugar en la geografía particular de la felicidad. Todos tenemos -eso os deseo, al menos- momentos en los que el cielo se ilumina y el aire es más puro.

Por momentos así la vida vale ser vivida y, aunque nos queramos aferrar a ellos con todas nuestras fuerzas, quedan al poco como instantes fugaces en los que brilló con fuerza nuestra estrella.

Por suerte estos instantes permanecen en la memoria y los lugares en los que los vivimos van describiendo una geografía particular de la felicidad.

Hace más de veinte años corrí mi primer maratón. En realidad fue el último, ya que aquel momento llegó al final de una época de mi vida. Pero aún hoy no puedo recordar sin emoción cómo recorrí los últimos metros, tras pensar que sería imposible, con los dedos ensangrentados y casi sin aliento. Y un escalofrío me recorre al pensar en el Retiro madrileño que quedó marcado como Norte en mi geografía de la felicidad.

Muchos años después me inicié con la bicicleta de montaña. Fue como volver a aprender a caminar: los primeros pasos fueron titubeantes y no tenía la fuerza ni la técnica para hacer recorridos duros, ni soñaba tan siquiera en recorrer alguno de los senderos que pueblan ahora cada una de mis salidas.

Pues bien, una mañana de domingo decidí alargar algo el paseo y comencé a subir penosamente una terrible cuesta que no parecía tener fin. Debí parar en ocasiones para recuperar el aliento. Estoy seguro incluso de que caí a plomo cuando, perdido el impulso en alguna de aquellas rampas, intenté colocar el pie en el suelo, justo antes de darme cuenta de que seguía enganchado a los pedales.

Pero, de repente, al acabar aquella infinita subida, conseguí llegar a una explanada y creí soñar al ver ante mí todo el azul del mar que se abría al otro lado de la montaña. El sol iluminaba el azul inabarcable y el aire del inicio del verano era transparente. Más tarde aprendí que aquel lugar desde el que dominaba el mar era el Portell de Valldaura. Aquel pasó a ser el Sur en mi geografía de la felicidad y no ha habido hasta ahora Everest más alto, del que pueda sentirme más orgulloso.

Como me faltaban dos puntos cardinales los busqué por la Catalunya Nord, por la Mola, por los caminos de Francia y de Navarra, por cada uno de los senderos de Collserola… para acabar encontrando mi Oeste particular en un paisaje de tormenta en lo alto del Pla de Beret, donde llegué casi desfallecido tras dos días de debilidad enfermiza en los Pedals de Foc. Allí sufrí, reí, gocé, temblé al escuchar el ruido del trueno en la montaña que había conseguido dominar, o mejor dicho, que me había hecho más suyo. Allí conseguí ir por la vida sin reloj.

Hoy era –eso pensaba yo- una salida normal entre amigos. Se trataba de enlazar dos conocidos circuitos de descenso con un sendero de pura diversión.

Pero, claro, no podía evitar cierta aprensión al oír la palabra “descenso” y pensar en esa inseguridad que da el reto técnico que le supera a uno. Para acabar de rematarlo, comenté el recorrido con dos amigos que me hablaron de la dureza y la complejidad de lo que me esperaba.

Pero pronto, en ese amanecer frío, me di cuenta de que era un día especial, al ver la ilusión y el esmero con los que un grupo de amigos había preparado una salida. Y tres horas más tarde, disipadas todas las dudas, de regreso a la civilización donde nos esperaba un ágape lleno de regocijo, me sentía más guapo, más alto, mejor ciclista y casi mejor persona.

Ahora ya no podré pasar cerca de ese puente azul sin recordar esos instantes de felicidad de cielo azul sin nubes en el horizonte, esos momentos en los que podría haber besado a todos y cada uno de los amigos que allí se congregaban. Allí me he sentido feliz, con esa alegría despreocupada del niño que juega sin pensar más que en disfrutar del propio juego.

Sí, aquello estaba seguramente al Este, más allá del Edén. Y en mi geografía de la felicidad ya tengo completos los cuatro puntos cardinales: el esfuerzo, la luz, la montaña y la amistad.

Y es que, amigos, hay días absolutos en los que TODO, absolutamente TODO, sale bien.